07 octubre, 2007

Usted que creía que se las sabía todas eh. Pero arrímese, que le cuento, mire: ponga una de sus manos sobre esta mesa, usted sí. Dibuje su entorno con este crayón; vamos a hacerle lugar, dependerá del gigantismo o no de su mano; pero, veamos, hay lugar, su mano no es gran cosa. Y bien. Ahora deme su mano, confíe, no sea arisco, hombre. Mientras me aprieta la mano, mire el croquis de su mano dibujada en la mesa con crayón, y dígame: ¿no se siente un poco más mezquino que el resto del mundo? ¿no siente que esa mano que Ud. acaba de trasladar (la mano de su mano) no es menos fiel, pero sí exactamente su mano a la orden del día? ¿no ve que su mano dibujada, la cual le forja trascendencia, longevidad y otro montón de cosas igualmente consagratorias, es acaso una mano entre todas las otras manos dibujadas, o talladas, o esculpidas, incluídas las de Rodin, ocasionalmente robadas? ¿se fía Ud. de que esa mano, que me ha dejado en mitad de la mesa como un perfecto espacio en el que apoyar una pava, pueda acaso revelarse contra las otras manos y aún así traerle algunas tareas accesorias en las que ocuparse, ya sean las de mentir manos por cada otra mano y repeler manos por tantas otras manos y no poder ya tener mano (mano, tallador) en la que quedarse tranquilo, quieto, tributario de sólo una mano?
Amigo, dibújeme ahora algo que pase desapercibido y que se lo coma el olvido y que, por sobre todo, le cueste bien poco.

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